“Bailaba y cantaba apoderándose del espacio y del aire”. Así definía el escritor Manuel Vázquez Montalbán el arte flamenco de Lola Flores, una fiera en el tablao, figura del cante jondo, de la rumba, coplera, folclórica, actriz de cine, femme fatale, icono pop y cara habitual de la prensa del corazón. María Dolores Flores Ruiz, Lola Flores (Jerez de la Frontera, 1923-Alcobendas, 1995). Una personalidad arrolladora a la que dedica una exposición la Biblioteca Nacional de España (BNE), con el título Si me queréis, ¡venirse!, que parafrasea lo que La Faraona le espetó al gentío que se agolpaba en la iglesia de la Encarnación de Marbella el día de la boda de su hija Lolita, hace 40 años: “¡Mi hija no se puede casar! ¡Si me queréis algo, irse!”. Más allá de un acontecimiento que mostró la tremenda popularidad que arrastraba Lola Flores, puede recorrerse en esta muestra, que permanecerá abierta hasta el 21 de enero de 2024, su legado artístico a través de más de 80 piezas, entre grabaciones sonoras, videograbaciones, fotografías, carteles de películas, revistas, artículos de prensa…
Alberto Romero Ferrer, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Cádiz, comisario de la exposición junto a María Jesús López Lorenzo, jefa del Servicio de Registros sonoros del Departamento de Música y Audiovisuales de la BNE, ha subrayado en la presentación que han organizado un montaje “que la homenajea en el centenario de su nacimiento y se aleja del personaje mediático que ella misma creó, porque Lola Flores fue su mejor embajadora, pero también su peor enemiga”. Como gran aportación al flamenco, destacó que “lo sacó de las juergas de los señoritos, de un mundo marginal, de un malvivir cercano a la prostitución, y lo llevó al teatro popular. No fue la única que lo hizo, pero sí la que le dio más ese valor, la que lo exhibió sin recato ni pudores”. Otro de sus méritos, añade, fue “ser una pionera de la fusión en el flamenco, al que aportó frescura”.
Nacida en el populoso barrio de San Miguel, en Jerez, Lola Flores “viene de la copla, pero la va a ir adaptando a los nuevos medios y tiempos, y además se muestra como una gran bailaora”, agrega Romero. Las primeras vitrinas son para sus antecedentes, de los que tomó el relevo: Pastora Imperio, el cantaor Antonio Pozo, El Mochuelo, representado por un cilindro de cera, una de las primeras grabaciones de flamenco registradas en España, o los discos de pizarra de la bailaora bonaerense La Argentinita. El flamenco había recuperado tronío desde los años veinte del pasado siglo gracias a figuras como Manuel de Falla, Lorca o los hermanos Machado.
En la posguerra, con 16 años, debutó como telonera en el jerezano Teatro Villamarta. La crítica ya veía algo en ella: “Casi una niña, Lolita Flores nos trajo a la memoria a artistas ya consumadas. Tiene gracia, donaire, desenvoltura y entusiasmo”. Conocida entonces como la Niña de fuego, se hace artista entre tabernas y tablaos. Luego formó pareja artística, y sentimental, con Manolo Caracol (él estaba casado y era 15 años mayor), una pasión que se intuye en el fragmento de la película Embrujo (1947), en la que fueron dúo protagonista y que la prensa recibió con hostilidad. “Sin embargo, ahí muestra su peculiar forma de bailar, no era la mejor, hacía de la necesidad virtud, pero tenía esa manera de mover los brazos, que parece que está destrozando algo, y cómo mueve los dedos”, apunta Romero. Eso en una España tan católica y conservadora.
Manolo Caracol y ella ya habían llevado desde 1944 por los teatros de España el exitoso espectáculo Zambra, nombre de una fiesta de los gitanos de Granada, un montaje que se prolongó por seis años. “Ella ayudaba a alegrar la vida en blanco y negro de los españoles”. A partir de los cincuenta dio el salto a Hispanoamérica gracias al productor Cesáreo González, de Suevia Films, el hombre de Franco que se encargaba de hacer olvidar la dictadura a los españoles a base de fútbol, cine y varietés. Una nueva película, La Faraona, de 1956, le otorga el nombre artístico con el que será conocida para siempre.
El rostro de Flores es un dulce para fotógrafos como Vicente Ibáñez, que la retrató para la promoción de algunos de sus discos; Juan Gyenes, del que se exhibe una fotografía de ella de cuerpo entero, descalza y con mirada y melena leonina. Hacia el final hay otra imagen que le tomó Ricardo Martín a una mujer esplendorosa en los camerinos de la sala Florida Park de Madrid.
Flores se reconvierte con los nuevos aires que anuncian el fin del franquismo. Ya no hace cine folclórico, sino películas de otro tono, como Casa Flora (1973), en la que el masivo entierro de un torero en un pueblo obliga a que se habilite como alojamiento un prostíbulo, y en la que luce sus estupendas piernas de color canela. Es la época en que canta Tú lo que quieres es que me coma el tigre.
La Faraona pasa a ser “Lola de España”, es una habitual de la televisión y no solo en programas de actuaciones musicales. Como su participación en el célebre espacio de debate La clave, de José Luis Balbín, para defender la tonadilla como un género más grande de la etiqueta de subcultura franquista que le había puesto parte del progresismo. Esa noche le preguntó un espectador por qué había abandonado la bata de cola. Y ella respondió, cigarrillo en mano: “¿Qué voy a dejarla... si es mi sello personal. Y moriré con ella. A lo mejor pido que en la caja me la metan... la bata de cola”.
Portadas de sus discos, también de los que editó junto al hombre con el que compartió vida e hijos, el guitarrista Antonio González, El Pescaílla (al que eclipsó); una cinta de casete, copias del programa de televisión que tuvo junto a su hija Lolita en Antena 3, Sabor a Lolas, son algunos de los fetiches para aficionados que destacó María Jesús López.
En las paredes de la exposición son también numerosas las frases de personalidades de la cultura española que la alaban, incluso quienes hacían algo muy diferente a ella en la música. Como Joan Manuel Serrat, que la califica de “muy moderna y muy valiente”. Fue un personaje con sus momentos disparatados y sus contradicciones, volcánica. Ella lo sabía mejor que nadie: “Yo soy Lola Flores, y no puedo remediarlo”.
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